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De Temperamentos, Libertarios y Mamertos

Actualizado: 15 oct 2021


Los temperamentos detrás de los argumentos


Hay una idea recurrente en los pensadores de la tradición inglesa moderna, que hoy en día parece estar cayendo en el olvido: la razón sigue a las pasiones, y no al contrario; muchas veces nuestros aparatos teóricos no son más que un ejercicio para racionalizar nuestras disposiciones temperamentales o anímicas. Hume plantea muy claramente ese punto de vista en su Treatise, y quizás fue Nietzsche quien terminó de explotar todo su potencial, al mostrar cómo nuestras distinciones de “bueno” y “malo” pueden tener mucho más de embrollo emocional a lo largo de los siglos que de un análisis juicioso de alguna realidad incuestionable.


William James decía que de entrada tenemos un cierto temperamento o racionalista o empírico, y que el uno excluye al otro. Russel, en su Historia de la Filosofía, dice en algunas líneas, casi de pasada, algo que hace eco de esa manera de explicar la forma en que la humanidad se relaciona con la realidad:


Todo filósofo, además del sistema formal que ofrece al mundo, tiene otro, mucho más simple del que puede no darse cuenta plenamente. Si se percata de él, probablemente comprenda que no será suficiente; lo oculta entonces, y expone algo más sofisticado, cosa que cree porque es semejante a su sistema primario, pero que pide que a los demás que lo acepten, pues piensa que lo ha confeccionado de tal forma que no puede ser desaprobado. Se llega a la sofisticación por medio de la refutación de las refutaciones, pero eso por sí solo jamás brindará un resultado positivo: a lo máximo, muestra que una teoría puede ser verdad, pero no que tiene que ser verdadera. El resultado positivo, por poco que el filósofo se dé cuenta de eso, es el resultado de sus preconcepciones imaginativas, o lo que Santayana llama <<fe animal>>” (B. Russel, Historia de la Filosofía, Capítulo XXIII).


Por estos días, la radicalización de las posiciones políticas en Latinoamérica habla desde nuevos discursos que quizás no sean más que nuevas versiones de disposiciones anímicas que durante siglos han recorrido no solo al continente, sino a la humanidad. Los movimientos de izquierda enarbolan la equidad como la principal bandera de una visión comunitarista; los de derecha, rescatando la tradición de los derechos civiles individuales, se posicionan alrededor de ideologías libertarias para contraponerse.


Los discursos de “La Libertad” se han venido convirtiendo en un punto focal de aquellos que en la arena política latina se oponen a las nuevas formas de la izquierda, llámense Kirchenerismo, Socialismo Bolivariano o Petrismo. Tienen una justificación de peso al poner sobre la mesa que las víctimas de la izquierda criolla más que estructuras feudales anquilosadas han terminado siendo las libertades civiles mismas. Y claro, hay que reconocer que estos discursos libertarios abren la posibilidad de que estas nuevas olas de la derecha se desliguen de posiciones que ya tienen poco asidero en el contexto cultural contemporáneo (los derechos de unas oligarquías idas a menos, la moral cristiana como eje de las interacciones sociales, la demonización de las revoluciones armadas que ya no hay), y entablen una oposición legítima al defender a la ciudadanía ante los atropellos de los movimientos neomarxistas en los países de la región.


Sin embargo, la libertad es un concepto tan variopinto, o al menos tan multifacético, que resulta al menos complejo que los nuevos movimientos de derecha se quieran establecer como propietarios del término. En la misma etiqueta de “liberal” ya encuentra uno está confusión. Liberal puede decirse aquel que defiende los principios del libre mercado, de las libertades civiles o los límites sagrados que el proyecto moderno estableció para la individualidad. Y liberal también se dice con derecho histórico aquel con un corte revolucionario opuesto al anterior, con una visión progresista en la cual “igualdad” es una bandera que reemplaza a la de las libertades civiles.


Dos temperamentos con dos discursos de “Libertad”


Isaiah Berlin, cuyas ideas son el verdadero trasfondo y el referente clave de lo que desarrollo en este texto, cuenta que encontró algún autor que recopilaba hasta doscientas maneras distintas de entender la libertad. Él, sin embargo, insistía en que las concepciones relevantes de la libertad son fundamentalmente dos: por un lado, la que llamó la concepción negativa de la libertad, que corresponde a un espíritu de déjenme ser, no me vengan a joder, es decir, al reconocimiento político de unos límites claros para el desarrollo de la individualidad que no pueden ser franqueados por ningún poder estatal ni por otros individuos; por otro lado, la concepción positiva de la libertad, que toma la perspectiva de ese slogan contemporáneo de soy porque somos, y que afirma que seremos realmente libres solo si alcanzamos un progreso, mediante procesos emancipatorios como comunidad, que nos libere de las cadenas que nos impiden expresar el pleno potencial humano.


La distinción de Berlin presenta un esquema poderoso para reconocer distintos bandos en el pensamiento político de los últimos tres siglos, más allá de la noción clásica y desgastada de “Izquierda y Derecha”. Sirve además para establecer matices claros a lo largo de la historia de las ideas y entender las diferencias de perspectiva entre un Aristóteles y un Epicuro, entre un Confucio y un Lao Tse. Y más que pensar que estas concepciones de la libertad son el resultado de la oposición de dos bandos antagonistas a los largo de la historia, volviendo a los primeros párrafos, valdría la pena entenderlas como una distinción entre dos tipos distintos de temperamento, dos maneras diferentes de procesar el mundo, me atrevería a decir dos tipos distintos de personalidad: cada una planteando “lo bueno” y “lo deseable” desde un punto de vista que es más una fe que el resultado de un análisis cuidadoso del que surjan nuestras posiciones acerca de qué es la realidad y qué vale la pena.


Podemos reconocer la disposición anímica que llamamos libertad negativa en un Sócrates que sacrifica su vida ante su imposibilidad de reconocer la autoridad del estado por encima de lo que le dicta su conciencia, o en el llamado a la búsqueda individual en las escuelas que se preocupan por el tema de la vida buena, como los epicúreos. En siglos más recientes, lo expuesto por John Stuart Mill en Sobre la Libertad quizás sea el gran referente de la concepción individualista de la libertad: “la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado, justificadamente, a realizar o no determinados actos (…) porque en opinión de los demás hacerlo sería más acertado o más justo”.


En contraposición, quienes tienen una disposición positiva de la libertad insisten en que cualquier individuo solo puede decirse libre como resultado de un proyecto comunitario que lo humaniza, y en este sentido la comunidad debe primar sobre una concepción de individualidad, pues esta es solo un resultado que ella hace posible. En la antigüedad esta perspectiva era la que predominaba, con ejemplos clarísimos como una Esparta, y es la perspectiva que está a la base de La Política de Aristóteles: solo la polis permite que un ciudadano se reconozca y se desarrolle como agente libre, distinto de un esclavo o un animal. En las discusiones de los últimos siglos, las versiones jacobinas, marxistas, nazis y por estos días de la equidad hablan de que solo dejaremos de ser esclavos de nuestra irracionalidad, de nuestra arbitrariedad, de nuestra “injusticia”, si emprendemos un proyecto emancipatorio que a nivel de la comunidad logre que expresemos nuestra plena “humanidad” (sea lo que sea que cada ideología entiende por eso) y así poder ser “verdaderamente libres”.


La pluralidad de fines y el juego retórico


En las raíces de la cultura occidental se encuentra una creencia que los scholars suelen llamar “la unidad de las virtudes”: las cosas buenas no se oponen entre sí, sino que forman una unidad sistemática; según esa visión lo bello es bueno, y lo bueno a su vez, justo, por ejemplo. De acuerdo a ese punto de vista esperaríamos que todas las cosas deseables convivan unas con otras de forma armónica, como las piezas de un complejo rompecabezas. Sin embargo, si algo muestra la modernidad es que esa es una expectativa fantasiosa, pues un buen análisis de la experiencia humana nos lleva a reconocer más bien que la vida es un juego de trade-offs, una dinámica de “unas por otras”, y no una sinfonía donde todos los asuntos que nos confrontan encuentren una “solución final”. Habrá cosas bellas y catastróficas (¿no hay algo de sublime en esos hongos que se forman en una explosión atómica?); habrá cosas justas que no podríamos aceptar como buenas, tal como Antígona lleva siglos mostrando. Quizás no podamos esperar que las concepciones positivas de la libertad convivan con las negativas, quizás no haya un escenario en el que liberté, egalité et fraternité formen un todo armonioso.


La obra de Berlin es un gran argumento para poner sobre la mesa como los intentos por hacer realidad alguna versión de la libertad positiva a nivel político siempre ha terminado por arrasar con las libertades individuales. Desde su punto de vista es imposible hacer realidad la unidad de las virtudes, y lo mejor que podemos asumir en la condición humana es simplemente aprender a convivir con sensatez en medio de una pluralidad de fines que son incompatibles unos con otros, teniendo siempre el respeto de la individualidad como piedra de toque. Si acaso hubiera algo que no podemos dejar de aceptar más allá de nuestro temperamento particular, sería el reconocimiento de que no podemos seguir repitiendo las pesadillas a las que llevaron los sistemas totalitarios durante el siglo XX, desde todos los bandos del espectro político.


En el contexto de los contrapesos necesarios ante los riesgos de la crecida de una izquierda trasnochada, irresponsable y corrupta en Latinoamérica, hay luces importantes en los discursos de la libertad. Sin embargo, para no limitar esas propuestas a una conversación de sordos mirándose al ombligo, me parece importante empezar a reconocer que los discursos neomarxistas no son ajenos al tema de la libertad, sino que la libertad juega un papel fundamental en ellos desde un temperamento, una visión y unos argumentos muy distintos a los libertarios. Quizás ese pueda ser un buen siguiente paso en la coyuntura actual.


Por otra parte, he puesto sobre la mesa esa apreciación, que recorre la tradición inglesa, que afirma que detrás de nuestros argumentos suele haber más temperamento, más inclinación emocional, que certeza incuestionable o argumento irrebatible. Si hay algo de verdad en ello, habiendo reconocido una gramática de la libertad, lo siguiente sería empezar a entender discursos opuestos de la libertad como temperamentos que se oponen. Y como bien ha sabido la retórica desde que la humanidad tiene memoria, los temperamentos, las emociones, las disposiciones afectivas no son obsesiones fijas, sino fenómenos abiertos y maleables a tonos, colores, imágenes, música y a la sensibilidad compartida en masas. Bien lo mostraron esas barras bravas de desesperados que se pegaban tiros en el pie en Colombia bajo el nombre de “Primera Línea”. Bien lo dijo @Lidio_Dominante hace unos días:






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